lunes, diciembre 29, 2003

El árbol

Ayer enterramos a mi abuelita. La misa fue a las nueve de la mañana en la Iglesia de la Balvanera y el entierro fue a las once. Quedó a unos pocos metros del abuelo. Estuvieron todos sus hijos y de los nietos solo faltaron Jenny (que andaba de regreso de Santa Martha), Angélica (por lo que está en Austria), Mónica y Oscar (porque están en EE.UU.) y Julián porque se consiguió un trabajo de temporada de vacaciones en Carrefour. Casi falta también Ana Sofía, pero después de un agarrón entre mi papá y mi tía Rosalía (por aquello de que cuando se necesita mi tía siempre sale con que no hay plata) Ana Sofía viajó al fin el sábado en la noche. Incluso Gloria, Aldo y July vinieron, y aunque me alegra que hayan estado, me huele que su súbita aparición de unos años acá es por la herencia de los abuelos, y con toda razón, si se tiene en cuenta que mi tío Jorge jamás les salió con nada. Hilda se parecía gallina clueca cuando los vió entrar a la funeraria, estaba muy nerviosa. En realidad pensé que iban a haber problemas, pero no. Cuando mi tío llegó, los saludó de abrazo y beso. Mi papá luego me hizo caer en la cuenta de que las únicas fotos que mi abuelita tenía en su cuarto eran una donde aparecían los pelusos y Aldo, y otra donde estoy yo. Mi madre un día intentó llevarse esa foto mía para Bogotá y casi hay pelea por eso con mi papá, porque esa foto era de mi abuelita y ya. En esa foto creo no tener más de ocho meses y tengo un libro entre manos, como si lo estuviera leyendo. Obviamente, aparezco así por mi papá.

Por quién doblan las campanas
Mi papá decidió acompañar a pie a mi abuela en todo su recorrido hasta la tumba. Yo fui con él con mi madre. A medio camino entre la funeraria Los Olivos, donde la velamos, y la iglesia, empezaron a sonar las campanas. Sólo hasta ese momento sentí, en toda su extensión, la languidez de ese llamado. Me parecía como si mi pecho fueran las paredes de la campana y el péndulo diera contra ellas. Ya llegando, mi padre corrió para ayudar a sacar el féretro del carro mortuorio. Yo, como siempre, hice las veces de fotógrafa. Siempre lo he hecho en los matrimonios, en los grados, en los quince años y ahora, en el entierro de mi abuelita. Al principio, fue una forma de escabullirme detrás de la cámara de la formalidad que exigían esos actos y me permitía ocultar mi timidez tras el lente, así evitaba hablar con la gente; luego de ver las imágenes tomadas, me di cuenta de su importancia como testimonio, y ahora estoy allí, para continuar recogiendo esas muestras del tiempo que se escapa. Entré también a la iglesia: tomé la foto de cuando la bajaron del carro, del recorrido hasta el altar, y estando allí, coincidí con mi padre en que la ceremonia quedaría retratada solo en nuestros recuerdos. Mi padre asistó a toda la misa de pie, excepto durante la consagración cuando se arrodilló. Mi tía Rosalba habló, como suele hacerlo. Estuvo bien aunque nunca me ha dejado de dar pena ajena cuando ella habla.

La música
De la Iglesia al cementerio pasamos por casa de mi abuela. Desde que mi tía Flora tuvo ese accidente y se mudó a vivir con los abuelos (cuando ambos estaban vivos) ella fue quien los cuidó. Ahora, al pasar por la casa y luego, horas después al verlo en ojos de mi tía, esa casa se quedó vacía y mi tía sola. Ya, ella, no tiene a quien cuidar, ni nadie que cuide de ella. Me duele porque me veo como ella en unos años: sola sin que a nadie le interese mi soledad. Una cosa es querer estar sola y otra abandonada. Pasamos, serían ya las 10:30 de la mañana y el sol hacía poco había empezado a calentar fuerte. El cortejo se aproximó a la plaza de Pitalito. Unos metros adelante de nosotros, había música alta, muy alta, de esa de taberna y narcos. Cuando empezamos a pasar, apagaron la música. Gracias.

La carta
Mi padre me contó, entonces, que al fin se había decidido a leer la carta que Dieguito le había entregado. Muy linda, un retrato de mi abuelita y la sensibilidad de un hijo que comparte la pena de su padre. No me atreví a pedirle que me la dejara leer. En ese momento mi madre nos alcanzó y nos acompaño. Mi padre dijo que en la iglesia había pensado que esa carta se podía leer, así que mi madre sugirió que la leyeramos durante el entierro. Qué carta más linda. Tengo que transcribirla. Muy linda. Le dijimos a Diego, pero él no quiso leerla, así que mi padre me pidió que la leyera, y así lo hice. Por supuesto, se me quebró la voz más de una vez. Había mucha gente, mucha. Minutos antes, las mujeres habíamos entrado el ataúd hasta la fosa y allí, con ayuda de los hombres lo metimos en la fosa. Mi tía Flora rompió en llanto. ¡Qué triste recuerdo!

El rollo
Tras el entierro, regresamos a la casa, que por siempre, será la de la abuela. No sé en qué momento dieron las dos, así que los que tenían que regresar a Neiva y a Bogotá (entre ellos Diego) empezaron a despedirse. Esa oportunidad, de estar todos reunidos, incluso hasta hijos de los sobrinos de mi abuela, jamás se va a dar después. Incluso estaba Herminia, la empleada de servicio de mi abuelita de siempre, que había venido con otros trabajadores de la Negra esa mañana. No se podía dejar pasar la oportunidad: debía tomarle una foto a todo el grupo antes de que se fueran algunos. Nos reunimos al frente de la casa. Casi no cabían de tan grande el grupo. Casi simbólico fue darme cuenta que la foto que iba a tomar era la última del rollo y también fue la última del rollo de Augusto. En la que tomé yo, salió él. En la de él, yo. Cuando entré a la casa, me preguntaron porqué no había tomado la foto en dos partes. Dije "porque se acabó" y sentí que esas palabras se referían más a la historia de los Peña Gutiérrez que al rollo.

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