lunes, diciembre 15, 2003

Polaroid

En parte el trabajo, en parte el silencio que me devora y me hace suya, el caso, es que de nuevo me encuentro con que no he escrito nada por casi dos semanas. Y cosas han pasado: fui al Llano, a la finca de los Polanía y a la de Prari. Ayer estuvimos en Arbeláez y el sábado atraparon a Hussein. Varias cosas, no?

Instantánea uno
Se veló. Las polaroid no son muy buenas.

Instantánea dos
Carretera destapada. Mi padre al volante. Vamos de regreso a Bogotá. Ya hemos dejado atrás la finca y Puerto Rico. Acabamos de pasar Puerto Lleras. El sol empieza a alinearse con el horizonte y el río Ariari se extiende naranja soleado sobre nuestra izquierda. Avanzamos a no más de 20 k/h. Varias curvas nos internan en la llanura. Una de ellas, nos arroja al frente de tres hombres, uno de ellos se cruza en la carretera y nos hace el gesto de disminuir la velocidad y detenernos. Es cortés cuando se acerca a la ventana y nos pregunta si hemos recogido a una mujer, kilómetros antes. Al mismo tiempo, sus ojos recorren con rapidez nuestros rostros y el interior del carro. Atrás de él, un hombre nos mira con cara de pocos amigos. Otro, cerca de una camioneta, también observa la escena… y nosotros a ellos. Bajo la ruana que lleva, deja descolgar de su hombro un arma.–No, no hemos recogido a nadie. –Gracias, pueden seguir su camino. Continuamos. Mudos al principio, como si temiéramos que nos pudieran escuchar. Curvas más adelante, lo comentamos: –Eran paras. –Sí, eran paras.

Instantánea tres
Las fronteras son una cuestión difícil. Por lo general, es complicado decir dónde termina algo y dónde comienza otra cosa. Simplemente, en un momento, sin previo aviso, te empiezas a sentir mal. Incluso en esos primeros instantes llegas a dudar de que en realidad te estás sintiendo mal y repasas lo hecho, con quien has estado, lo que has comido y no encuentras la posible causa del malestar. Solo intuyes que hay algo que no está funcionando bien en el estómago, en la cabeza, en todo tu cuerpo. Pero prosigues: hay que revisar esto, llamar a aquellos, firmar lo otro, y así. El cuerpo, esa maquinaria asombrosa, sin embargo, se empieza a negar. Ni entiendes lo que lees y la única idea permanente en tu cabeza es ir al baño. Vas una vez. Bueno, a veces te ves pálida, aún sin estar enferma. Regresas frente a la pantalla del computador y sigues, pero no. Las manos parecen las mismas de todos los días y, aún así, se niegan a escribir. El baño, el baño, el baño. Empiezas a segregar cada vez más saliva. Tienes que reconocer que estás mal, que hay algo mal con tu organismo. No hay de otra. Para evitar una carrera que puede resultar infructuosa te decides a permanecer en el baño mientras personas entran y salen después de cepillarse los dientes, lavarse las manos, hacer uso del inodoro, lucen bien y tú las ves e intentas recordar cómo es esa sensación de bienestar: no hay memoria, solo está el persistente no sé qué que te dice: estás mal, te sientes mal. La saliva aumenta en la boca. Bueno, ahora sí tocó hincarse ante la taza del inodoro. Qué asco, no puedes dejar de pensar, pero la sola idea de trasbocar en otra parte también es inadmisible. Escupes. La saliva sale espesa y larga. Mi Dios… cómo es que me siento cuando me siento bien? Sí, debe ser como ese comercial sobre llantas: solo las notas cuando fallan; si no fallan es que funcionan. La verdad, nunca te has detenido a pensar, a concienciar qué es, cómo se siente estar bien. Por ahora, te enfrentas al agua ya turbia del inodoro y esperas que tu faringe, laringe, esófago y estómago se contraigan en un movimiento contrario al de la ingestión y se decidan de una vez a expulsar eso que, definitivamente, no puede estar más dentro de ti. Nada. Sales. Te ves al espejo. ¿Esas ojeras siempre han sido así? Quizás un labial cambie el aspecto: qué labial ni qué nada. Una única imagen se apodera de ti: casa, cama, recostarse, sí…
-Maga, me voy para la casa. Me estoy sintiendo como mal. Cualquier cosa, me encuentran allá.
-¿Te sientes mal?
-Sí. Debió ser un ponqué que me comí a medio día. Nos vemos mañana.
El recorrido parece infinito y en más de una ocasión piensas en bajarte de la buseta. Respirar profundo. La piel está fría y seca. Cerrar los ojos. No pensar. Tratar de dormir. Dormitar. Ya estamos llegando. Al fin. Solo queda atravesar la calle, dos cuadras más, quitar el candado, abrir el primer portón, el segundo… pero el cuerpo no te da más y no alcanzas a cruzar la calle cuando vas a dar con estómago y todo junto a un arbusto donde al fin faringe, laringe, esófago y estómago, en perfecta coordinación, invierten su usual movimiento muscular para expulsar todo lo que tienes adentro. Es algo totalmente involuntario, no hay fuerza que pueda evitar (tampoco quieres) deshacerte de todo eso que te está haciendo sentir mal. Te detienes. Aún queda algo en el estómago. Lo sientes. Respiras. Tus ojos están llorosos. Tus fosas nasales, húmedas. Respiras de nuevo y aquí viene de nuevo. Una, dos, tres veces. Te sientes aliviada de la carga que llevabas. Todo ha terminado. Te levantas. Si alguien, en la calle, te ha visto, no importa. Ya te sientes mejor, aunque el esfuerzo ha dejado resentido todo tu sistema digestivo. En la noche desarrollas una pequeña fiebre que inquieta a tus padres. Hasta casi la una de la mañana intentan encontrar suero pediátrico que, sientes, es lo único va a recibir el estómago. Otra vez el malestar, aunque este es distinto. Nada, no hay droguería que te ayude. Mamá, entonces, a media noche, te prepara un delicioso caldo caballuno que te regresa el alma al cuerpo. Es la comida más deliciosa que hayas probado. La fiebre continúa, pero el malestar cede. Aún sientes resentidas las paredes de tu estómago, pero has sobrevivido a esta.