jueves, marzo 14, 2013

Un encuentro con J. M. Coetzee


Los orígenes
Por segunda ocasión me encontraba parada frente a la puerta de la oficina 523, del Edificio Napier, en la Universidad de Adelaide. Tal y como me había pasado dos años atrás, en 2010, pensé que tanto el pequeño zaguán de acceso como la puerta misma parecían corresponder a un cuarto auxiliar y no a la oficina del premio Nobel de Literatura, J. M. Coetzee. La entrada era oscura, casi escondida; la puerta de color gris lucía mal pintada. Recuerdo que aquella vez dudé si debía o no llamar a la puerta. Las dos opciones que surgían ante mí eran intimidantes: o bien podía abrir la puerta el conserje, quien tal vez no sabría darme razón del escritor, o J. M. Coetzee, en persona.

Su fama de persona retraída y poco dada a la figuración (no fue a recibir los dos Booker Prize que ganó por Vida y época de Michael K y Desgracia, por ejemplo), me hacía imaginar que abriría la puerta y ante mi impertinente solicitud, se libraría de mí con desdén. Quería pedirle que me firmara una edición de su novela Juventud, una obra que ocupa un lugar especial entre los libros favoritos de mi padre. A raíz de mi inminente visita a Colombia, tuve claro, desde el principio, que ese sería el regalo perfecto para él. ¡Qué caray!, me dije, si me dice que no, pues sólo le llevo a mi papá la versión en inglés del libro, pero al menos lo habré intentado. Toqué una, dos veces a la puerta. Nadie abrió.

Había llegado a la oficina 523 por la información que aparece en el sitio de la Universidad de Adelaide. Allí estaba su teléfono, el correo electrónico y el número de su oficina. Me pareció muy fácil, tal vez demasiado fácil, intentar ubicarlo. Me quedan dos medios más, me dije tras dejar la oficina atrás. Lo llamé, pero el número correspondía a la recepción del Departamento de Inglés y Escritura Creativa. Mi única opción restante era el correo electrónico. Revisé casi cada hora mi cuenta de correo durante los siguientes tres días de haberle enviado mi carta. Nada. Ninguna respuesta. Imaginaba yo que mi mensaje apenas habría tocado su bandeja de entrada antes de ir a parar, junto con otros muchos similares, a la carpeta de elementos eliminados, así que dejé de revisar mi cuenta y me sumergí en mis estudios de maestría.

Ya había perdido toda esperanza de respuesta cuando diez días más tarde leí su correo. Estaba fechado el sábado 27 de noviembre. Me pedía que dejara el libro en su casillero de la universidad, antes del mediodía del lunes 29. Y yo estaba leyendo su correo el martes, al final de la tarde. Mi inmensa alegría al ver su mensaje se transformó en pánico cuando pensé que había dejado pasar una oportunidad irrepetible.

Sin embargo, dos años después, la firma de ese libro nos tenía ahora a mi padre, a mi madre y a mí, parados frente a esa puerta gris, en ese casi oculto zaguán. Pero esta vez la puerta estaba entreabierta.

Mis padres viajaron a Australia para acompañarme durante la ceremonia de grado. Mi papá, Isaías Peña Gutiérrez, había traído consigo, sin tener certeza alguna sobre un posible encuentro con J. M. Coetzee, el número 66 de Hojas Universitarias con un artículo de Joaquín Peña Gutiérrez sobre él, un ensayo inédito escrito por Germán Gaviria, una crónica de El Espectador de Nelson Fredy Padilla, un video y un afiche de cuando en Noche de Narradores se abordó su vida y obra, media libra de café Montañita y otra de San Isidro, del sur del Huila. Todo eso para entregárselo como obsequio en caso de un probable encuentro.

Al llegar a Adelaide, mi padre decidió escribirle sin intermediación mía a Coetzee. En ese correo electrónico, escrito en español porque teníamos la sospecha de que entendía el idioma—, le decía sobre su deseo de entregarle ojalá personalmente reza la carta esos materiales preparados en la Universidad Central. Cabía, por supuesto, la posibilidad de que él, una vez más, nos solicitara dejar lo mencionado en su casillero. Al día siguiente recibimos su respuesta en inglés. Aceptaba vernos el lunes a las once de la mañana en su oficina de la Universidad de Adelaide.

El encuentro
Lunes, 3 de septiembre de 2012. Llevamos media hora dando vueltas por el primer piso del edificio Napier. No queremos que se nos haga tarde. Subimos al quinto piso cuando faltan diez minutos para las once. La puerta de la oficina 523 se encuentra entreabierta. Quiero asegurarme de que estamos frente a la oficina correcta y toco cuando aún faltan cinco minutos. Una figura delgada se recorta contra el chorro de luz que se abre paso. Es él.

Habla quedo. Los movimientos de sus manos dan volumen a su voz mientras nos indica dónde sentarnos. Mi padre queda enfrente suyo, mientras mi madre, Clara Betty, está sentada a su izquierda y yo a la derecha. Voy a ser la traductora en este encuentro.

Estoy nerviosa. Estamos nerviosos. Incluso él, creo. Mi padre, con una voz que le robaba a la emoción y al nerviosismo, le pregunta sobre cuál es la correcta pronunciación de su nombre.
Kuut-seedice él.

Mi padre, entonces, empieza a hablar sobre los materiales que ha traído y los va poniendo con tranquilidad sobre la mesita de centro. Yo traduzco y traduzco de dos formas, porque busco en sus gestos un mínimo signo que me diga algo sobre sus pensamientos. Nada. Inmutable. Indescifrable. Muy inglés, si se me permite decirlo.

Mi padre abre con una caricia las páginas de Hojas Universitarias mientras va contando sobre los autores de los artículos, Coetzee pregunta sobre su contenido y agradece con sencillez. Comenta que ignoraba que su obra fuera de tanta aceptación y estudio en Colombia, y parece complacido. Mi padre le pregunta si toma café. Él asiente con un leve movimiento de cabeza y mi papá le entrega la media libra de Montañita y la otra de San Isidro. De repente, una tímida e inesperada sonrisa nace de sus labios y transforma su rostro. Y veo, por primera vez, un signo de emoción en él. Casi puedo escucharle decir No se hubieran molestado.

Dos propósitos tenía en mente mi padre al contactar a Coetzee. El segundo estaba supeditado al logro del primero, que era, como se adivinará, entregarle ojalá personalmente los textos traídos de Colombia. El segundo era un acto de fe.

Como ya dije, Coetzee es famoso por evitar actos públicos. Se afirma incluso que apenas se le ha visto pronunciar palabra en eventos sociales, y es alguien a quien, en definitiva, no le seduce el brillo de la fama. Tal era el hombre que estaba enfrente de nosotros.

En un gesto sorpresivo, toma una copia de la última edición de Escenas de una vida en provincia, la autografía y nos la entrega. Mi padre, entonces, sin mayores preámbulos, le dice a manera de pregunta y comentario si consideraría ir a Colombia en una visita académica invitado por la Universidad Central. Él pregunta si conocemos el Festival de Poesía de Medellín. No traduzco la pregunta a mis padres, y más bien me apresuro a contestar que por supuesto, que es una institución en Colombia, un evento de renombre internacional que ha llevado al país importantes escritores del mundo.
Yo he declinado sus invitaciones dice él.
Siento que las fuerzas se me van. Interpreto sus palabras como una negativa. Es apenas la introducción a una respuesta que mi imaginación ya elabora.
Sí, podemos discutirlo dice mientras asiente con suavidad.
En mi incredulidad, contrapregunto para confirmar que he entendido bien su respuesta.
Sí, es posible reafirma.
Traduzco todo a mis padres, con rapidez y emoción.

La reunión parece entonces llegar a su final. O al menos eso pensaba yo. Mi madre, atenta al desarrollo del encuentro, no ha olvidado, como yo sí, la cámara que reposa sobre la mesa de centro. ¿Una foto? pregunta ella. Y él, diligente, abre por completo las cortinas. La luz inunda toda la oficina. Sugiere un lugar para las tomas y se acomoda antes que nosotros. Un clic y quedan retratados mi padre y él; otro clic y son mi madre, mi padre y él; el último clic y quedamos él, mi padre y yo.

El escritor, en extremo reservado, de vida casi monacal, según se dice, surge ante mí como un hombre cordial y muy amable; tímido, pero consciente de la figura pública que no puede evitar ser.

Nos despedimos. La clara y azul mañana de primavera nos recibe sobre la calle North Terrace, que alberga el recinto cultural del Adelaide. Nosotros dejamos atrás el edificio Napier y empezamos a recapitular el encuentro.