Hoy murió mi abuelita Ana. Falleció en Neiva, en la clínica del ISS. Entre el miércoles y el jueves le empezó una diarrea con sangre. El viernes, cuando ya todos los remedios caseros y alopáticos habían fallado, se le internó en el hospital. Allí le diagnosticaron peritonitis, motivo por el cual, decidieron trasladarla a Neiva, para hacerle otros exámenes. El paso a seguir era una operación, sin embargo, una vez en Neiva, el sábado, y tras los exámenes, los médicos sugirieron que tenía, en realidad, un ataque de amibas. El domingo cambiaron de idea y dijeron que tenía una infección intestinal. Para ese momento, mi abuelita ya había perdido el conocimiento desde el día anterior. La diarrea disminuyó pero ella continúo en estado de coma. Alarmados por ello, y ante la inminencia de su muerte, viajamos el martes a la cuatro de la madrugada. Llegamos a las 8:30 a la casa de Emma, luego fuimos a la clínica. Neiva hervía, como siempre. El cuarto de mi abuelita y ella misma también hervían. Todo el martes se fue en sacar una autorización y hacerle un TAC para confirmar o descartar una suposición de la doctora que la atendía. El miércoles supimos que había tenido un infarto cerebral tan grave que ya no se iba a recuperar. Las esperanzas no creen en semejantes diagnósticos tan radicales, así que se aferraron al recuerdo del día anterior cuando la respiración se le agitaba al decirle "mamana, la queremos, estamos aquí todos con usted para darle ánimo. La queremos" o cuando parecía incomodarse ante la voz de la enfermera que llegaba a pincharla para sacarle otra prueba de sangre en su manita tan hinchada como la tenía, o cuando llegó a abrir un ojo. Ese martes que llegamos la vimos bien, entre los límites de lo posible, sin considerar sus labios y su lengua que se asomaba entre ellos tan secos ambos de respirar por la boca, su carita también hinchada, sus brazos y sus pies fríos.
Los días se me confunden en este momento, parece como si no hubiera habido límites entre ellos. El miércoles, creo, el día de Navidad, el 24 de diciembre mi abuelita, amaneció aún más hinchada. Sus ojos parecían bolsas de agua y ya no vi que reaccionara a ninguno de los estímulos que del día anterior. Ella, que siempre rezó su rosario todas las noches antes de acostarse, ese día no pudo rezarlo en compañía de mi mamá, Camilo, Diego, Adriana, mi tía Teresa, Carola, Alejandra y familia, Eliana y sus niños, Hilda y Emma. Mi papá, mi tío Ricardo, mi tío Pepe y mi tío Jorge estaban en ese momento con ella. Por supuesto, ha sido la Navidad más triste que he pasado.
El jueves, ayer, tuvimos que regresarnos con Camilo, Diego y Adriana. Camilo y yo teníamos, supuestamente una reunión hoy, viernes, a las nueve de la mañana con la nueva directora para que conociera nuestro proyecto. A las tres de la tarde canceló la reunión. Mañana vamos a viajar de nuevo. Diego quizás viaje hoy en la noche. Con quienes he hablado me dicen que mi padre está muy triste, más, incluso que el resto de sus hermanos. A mi abuelita la trasladaron a Pitalito. Allá nos vamos a encontrar. Augusto que estaba de viaje de grado en Cartagena regresó hoy a medio día. Van a faltar, creo, solo Angélica, Mónica y Oscar. Marcelita me llamó esta tarde y me dijo que también iba a ir.
Ana Silvia Gutiérrez Roa murió el 26 de diciembre de 2003 a la edad de 87 años. En febrero próximo cumpliría los 88. Se casó a los 27 años con Joaquín Peña Polanía. Fue madre de siete hijos: Isaías, Ricardo, Rosalba, Joaquín, Teresa, Jorge y Flora. Sus hermanos, todos fallecidos ya, eran Herminia, Lola, Raquel y Eugenio. Llegó a tener 25 nietos y 12 bisnietos. Sabía preparar rosquitas que debía esconder en la alacena, que se encontraba a los pies de su cama, en la finca La Batalla, para evitar que el batallón de nietos las devorara. Sufrió lo que la mayoría (¿todas?) las mujeres de su generación debieron aguantarle a sus maridos: la borrachera, la infidelidad y el maltrato. Por este motivo, en alguna época, llegué a sentirle ira, porque no reaccionaba. Cuando por la edad y los achaques, tuvieron que trasladarse a la casa de Pitalito, el abuelo, que ya no podía caminar, permanecía llamándola para que aún, a pesar de los propios achaques de ella, lo atendiera. Tras la muerte de él, ella también dejó de caminar, y se empezó a quedar quitecita en una silla. Como siempre lo hizo, lloró cada vez que alguno de nosotros llegaba y a veces revivía sus tiempos como maestra de escuela en El Arrayán y empezaba a decir que tenía que alistarse porque se le estaba haciendo tarde para salir. En tono de secreto, nos contaba hace poco, como si lo viviera por primera vez, que mi Tía Teresa se iba a casar con Federmán y lloraba por eso.
Su piel, incluso hasta su muerte, fue tersa, prácticamente sin arrugas. La única crema que se aplicó fue el viento del sur del Huila y el agua de El Chorro. Hoy, esta familia está incompleta.
'El arte de la fuga según Mr. Nooteboom'
Hace 4 años.