Un año antes del golpe militar que derrocó a Salvador Allende en 1973, la Agrupación de Dueños de Camiones, con el apoyo de otros gremios, convocó a un paro nacional. El problema de abastecimiento de bienes de consumo que ya se venía presentando se agravó aún más y llevó a estudiantes, amas de casas y otros sectores a lanzarse a las calles en un extendido cacerolazo. El paro se prolongó durante un mes, generó grandes pérdidas económicas para el país, pero sobre todo, sirvió para minar el acervo político de Allende y abrirle paso a lo que vendría un año después.
Cualquier parecido con la actual realidad colombiana no es simple coincidencia.
El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 fue solo la culminación de un prolongado proceso de desestabilización motivado por la extrema derecha chilena, que desembocó en el triste capítulo de la historia latinoamericana que ya todos conocemos y del cual fue protagonista Augusto Pinochet.
Lejos estoy de sugerir un parecido entre Allende y Juan Manuel Santos. Mientras el primero bebió de las aguas del socialismo para diseñar su programa político, el segundo es heredero de una clara filosofía económica liberal: graduando del London School of Economics y Harvard, sabe que para la exitosa implementación de un modelo capitalista es necesaria la estabilidad política, social y económica. Su gestión como Ministro de Comercio Exterior durante César Gaviria, como Ministro de Hacienda durante el gobierno de Andrés Pastrana, e incluso como Ministro de Defensa durante Uribe, lo confirman. No hay quién invierta en un país en guerra.
Y eso es lo que no le perdona la extrema derecha colombiana: el que quiera terminar la guerra a través de una salida dialogada, sin más armas, sin más muertes. Si Allende y Santos no pueden ser más diferentes, a las extremas derechas de todo el mundo, por el contrario, las mueven los mismos motivos: su propia egoísta supervivencia y su incapacidad de ver en el bienestar común su propio bienestar.
No es que las exigencias campesinas no sean válidas. Lo son. Lo han sido durante décadas. La pregunta es ¿por qué ahora? ¿Por qué todas juntas? ¿Por qué otras protestas similares siempre habían sido acusadas de estar infiltradas de la guerrilla y por tanto siempre fueron aplastadas, pero ahora sí son escuchadas? Pero más importante aún: ¿cómo sus exigencias dejan por fuera el elefante en el cuarto?
¿El costo de los insumos? Claro, por supuesto. ¿Subsidios? ¡Cómo no! ¿Acaso Estados Unidos y Europa no subsidian a sus campesinos? ¿El TLC? ¿Y dónde estábamos todos nosotros cuando se estaba negociando? ¿Dónde estaban los gremios? A nosotros, como ciudadanos, nos toca un papel como vigilantes de lo que hace el gobierno. Echar para atrás acuerdos internacionales no se hace de la noche a la mañana. Si al gobierno le toca una parte de responsabilidad en firmar acuerdos que desfavorecen al país, sobre nosotros como ciudadanos también recae esa responsabilidad. Pero ese es otro tema.
El elefante en el cuarto es la reforma agraria. Según un estudio de Balcázar y Rodríguez Pizano-, “los índices de concentración de la tierra en Colombia son de los más elevados del mundo”: el 70% de los predios de menos de cinco hectáreas equivalen al 6% de la tierra y mientras que las grandes extensiones (de más de 200 hectáreas) representan menos del 1% del total de predios, concentrando el 43% de la tierra. ¿Cómo es posible que nadie mencione el problema más apremiante del sector agrario que es la concentración de la tierra? Mi teoría: porque a los que verdaderamente están detrás de los paros campesinos no les conviene.
Infortunadamente y como pasó en los 50 en tiempos de La Violencia, creo que muchos sectores populares están siendo manipulados. En ese entonces, campesinos fueron instigados a matar a otros campesinos porque unos eran conservadores y otros liberales. Tras el Frente Nacional todos fueron dejados a la deriva. Y muchos de los que hicieron parte de las milicias liberales pasaron a conformar las actuales FARC.
No quiero minimizar la importancia de las demandas campesinas. Estén quienes estén tras esas demandas, son ellas muy válidas. Y Juan Manuel Santos tiene en estos paros otra oportunidad trascendental para quebrarle el espinazo a la historia: atender los reclamos campesinos, lo que no se hizo en los años 60.
Creo adivinar el modelo económico que J.M. Santos quiere solidificar en el país y no lo comparto. Sin embargo, quiero tener la oportunidad de diferir y presentar mi opinión en un marco de estado de derecho que me permita disentir sin que mi integridad física esté en peligro.
Los actuales paros campesinos tienen el peligroso poder de minar lo recorrido en los diálogos de paz que se llevan a cabo entre el gobierno y la guerrilla de las FARC en La Habana. Creo que la extrema derecha está detrás de los paros. Creo que ese es su objetivo: restarle apoyo político a Santos, enterrar los diálogos de paz y abrirse paso de nuevo para alcanzar el poder (léase Uribe). Y, créanme, entonces, las protestas campesinas volverán, a ojos de ellos, a estar infiltradas por la guerrilla. Creo que J.M. Santos puede convertir esta crisis en una oportunidad.
Sé que entre la población en general hay muchos opositores a los actuales diálogos. ¿Cómo, acaso, perdonarle a las FARC todas las muertes y el dolor infringido? Difícil pensar en que aquellos que una vez fueron victimarios ahora puedan intervenir políticamente en libertad. El camino hacia la paz después de un periodo tan extendido de guerra como el que ha vivido Colombia no es fácil y lo será aún más difícil si seguimos dilatando este paso. No es por los muertos que debemos continuar la guerra, sino por los vivos que debemos perseguir la paz. Todos. No solo el gobierno.
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