Los orígenes
Por segunda ocasión me encontraba parada frente a la puerta de la oficina 523, del Edificio
Napier, en la Universidad de Adelaide. Tal y como me
había pasado dos
años atrás, en 2010, pensé que
tanto el pequeño zaguán de acceso como la puerta misma parecían corresponder a
un cuarto auxiliar y no a la oficina del premio Nobel de Literatura, J. M. Coetzee. La entrada
era oscura, casi escondida; la puerta de color gris lucía mal pintada.
Recuerdo que aquella vez dudé si debía o no
llamar a la puerta. Las dos opciones que surgían ante mí eran intimidantes: o bien
podía abrir la puerta el conserje, quien tal vez no sabría darme razón del
escritor, o J. M. Coetzee, en persona.
Había llegado a la oficina 523 por la información que aparece
en el sitio de la Universidad de Adelaide. Allí estaba su teléfono, el correo
electrónico y el número de su oficina. Me pareció muy fácil, tal vez demasiado fácil, intentar ubicarlo. Me quedan dos medios más, me dije tras dejar la oficina atrás. Lo
llamé, pero el número correspondía a la recepción del Departamento de Inglés y
Escritura Creativa. Mi única opción restante era el correo electrónico. Revisé
casi cada hora mi cuenta de correo durante los siguientes tres días de haberle
enviado mi carta. Nada. Ninguna respuesta. Imaginaba yo que mi mensaje apenas habría
tocado su bandeja de entrada antes de ir a parar, junto con otros muchos similares, a la carpeta de elementos eliminados, así que dejé de revisar
mi cuenta y me sumergí en mis estudios de maestría.
Ya había perdido toda esperanza de respuesta cuando diez días
más tarde leí su correo. Estaba
fechado el sábado 27 de noviembre. Me pedía que dejara el libro en su casillero de la universidad, antes del mediodía del lunes 29. Y yo estaba leyendo su correo el martes, al final de
la tarde. Mi inmensa alegría al ver su mensaje se transformó en pánico cuando
pensé que había dejado pasar una oportunidad irrepetible.
Sin embargo, dos años
después, la firma de ese libro nos tenía ahora a mi padre, a mi madre y a mí,
parados frente a esa puerta gris, en ese casi oculto
zaguán. Pero esta vez la puerta estaba entreabierta.
Mis padres viajaron a
Australia para acompañarme durante la ceremonia de grado. Mi papá, Isaías Peña
Gutiérrez, había traído consigo, sin tener certeza alguna sobre un posible
encuentro con J. M. Coetzee, el número 66 de Hojas Universitarias con un artículo de Joaquín Peña Gutiérrez sobre
él, un ensayo inédito escrito por Germán Gaviria, una crónica de El Espectador de Nelson Fredy Padilla, un
video y un afiche de cuando en Noche de
Narradores se abordó su vida y obra, media libra de café Montañita y otra
de San Isidro, del sur del Huila. Todo eso para entregárselo como obsequio en caso
de un probable encuentro.
Al llegar a Adelaide,
mi padre decidió escribirle sin intermediación mía a Coetzee. En ese correo
electrónico, escrito en español —porque teníamos la
sospecha de que entendía el idioma—, le
decía sobre su deseo de entregarle ojalá
personalmente —reza la carta— esos materiales preparados en la Universidad Central.
Cabía, por supuesto, la posibilidad de que él, una vez más, nos solicitara
dejar lo mencionado en su casillero. Al día
siguiente recibimos su respuesta en inglés. Aceptaba vernos el lunes a las once
de la mañana en su oficina de la Universidad de Adelaide.
El encuentro
Lunes, 3 de septiembre de 2012. Llevamos media hora dando vueltas por el primer
piso del edificio Napier. No queremos que se nos haga tarde. Subimos al quinto
piso cuando faltan diez minutos para las once. La puerta de la oficina 523 se encuentra
entreabierta. Quiero asegurarme de que estamos frente a la oficina correcta y
toco cuando aún faltan cinco minutos. Una figura delgada se recorta contra el
chorro de luz que se abre paso. Es él.
Habla quedo. Los movimientos
de sus manos dan volumen a su voz mientras nos indica dónde sentarnos. Mi padre
queda enfrente suyo, mientras mi madre, Clara Betty, está sentada a su
izquierda y yo a la derecha. Voy a ser la traductora en este encuentro.
Estoy nerviosa. Estamos
nerviosos. Incluso él, creo. Mi padre, con una voz que le robaba a la emoción y
al nerviosismo, le pregunta sobre cuál es la correcta pronunciación de su
nombre.
—Kuut-see —dice él.
Mi padre, entonces, empieza
a hablar sobre los materiales que ha traído y los va poniendo con tranquilidad
sobre la mesita de centro. Yo traduzco y traduzco de dos formas, porque busco
en sus gestos un mínimo signo que me diga algo sobre sus pensamientos. Nada.
Inmutable. Indescifrable. Muy inglés, si se me permite decirlo.
Mi padre abre con una caricia
las páginas de Hojas Universitarias
mientras va contando sobre los autores de los artículos, Coetzee pregunta sobre su contenido y agradece con
sencillez. Comenta que ignoraba que su obra fuera de tanta aceptación y estudio
en Colombia, y parece complacido. Mi padre le pregunta si toma café. Él asiente
con un leve movimiento de cabeza y mi papá le entrega la media libra de
Montañita y la otra de San Isidro. De repente, una tímida e inesperada sonrisa
nace de sus labios y transforma su rostro. Y veo, por primera vez, un signo de emoción en él. Casi puedo escucharle
decir No se hubieran molestado.
Dos propósitos tenía en
mente mi padre al contactar a Coetzee. El segundo estaba supeditado al logro
del primero, que era, como se adivinará, entregarle ojalá personalmente los textos traídos de Colombia. El segundo era
un acto de fe.
Como ya dije, Coetzee es famoso por evitar actos
públicos. Se afirma incluso que apenas se
le ha visto pronunciar palabra en eventos sociales, y es alguien a quien, en definitiva,
no le seduce el brillo de la fama. Tal era el hombre que estaba enfrente de
nosotros.
En un gesto sorpresivo,
toma una copia de la última edición de Escenas
de una vida en provincia, la autografía y nos la entrega. Mi padre,
entonces, sin mayores preámbulos, le dice a manera de pregunta y comentario si
consideraría ir a Colombia en una visita académica invitado por la Universidad
Central. Él pregunta si conocemos el Festival de Poesía de Medellín. No
traduzco la pregunta a mis padres, y más bien me
apresuro a contestar que por supuesto, que es una institución en Colombia, un
evento de renombre internacional que ha llevado al país importantes escritores
del mundo.
—Yo he declinado sus invitaciones —dice él.
Siento que las fuerzas
se me van. Interpreto sus palabras como una negativa. Es apenas la introducción
a una respuesta que mi imaginación ya elabora.
—Sí, podemos discutirlo —dice mientras asiente con suavidad.
En mi incredulidad, contrapregunto
para confirmar que he entendido bien su respuesta.
—Sí, es posible —reafirma.
Traduzco todo a mis
padres, con rapidez y emoción.
La reunión parece
entonces llegar a su final. O al menos eso pensaba yo. Mi madre, atenta al
desarrollo del encuentro, no ha olvidado, como yo sí, la cámara que reposa
sobre la mesa de centro. ¿Una foto? pregunta ella. Y él, diligente, abre por completo las
cortinas. La luz inunda toda la oficina. Sugiere un lugar para las tomas y se acomoda
antes que nosotros. Un clic y quedan
retratados mi padre y él; otro clic y
son mi madre, mi padre y él; el último clic
y quedamos él, mi padre y yo.
El escritor, en extremo
reservado, de vida casi monacal, según se dice, surge ante mí como un hombre cordial y muy amable; tímido, pero consciente de la figura pública que no puede evitar ser.
Nos despedimos. La
clara y azul mañana de primavera nos recibe sobre la calle North Terrace, que
alberga el recinto cultural del Adelaide. Nosotros dejamos
atrás el edificio Napier y empezamos a recapitular el encuentro.
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