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Hacia rutas salvajes
Jon Krakauer
Ediciones B, S.A.
1998
321 pp.
Título original: Into the wild
Hacia rutas salvajes es la reconstrucción de los últimos dos años de vida de Chris McCandles, un joven de 24 años quien tras graduarse en 1990 de la Universidad Emory de Atlanta y donar a Oxfam los US$24000 que tenía para estudiar derecho, decidió renunciar a todas las comodidades de la vida moderna y emprender un periplo que lo llevaría al monte McKinley, en Alaska, donde encontraría la muerte.
El libro surge como prolongación de un artículo escrito por Krakauer en 1992, a petición de la revista Outside, sobre el mismo tema. Los antecedentes y las circunstancias de la muerte de McCandless cautivaron tanto a Krakauer que decidió realizar una investigación más profunda, fruto de la cual es este libro.
La atracción de Krakauer por la vida de McCandless no es gratuita pues él mismo, como alpinista, se ha encontrado en situaciones similares a las vividas por el joven donde ha enfrentado la muerte. Por tanto, la narración sobre la vida de McCandless, se adivina, fue una forma de Krakauer para contar sobre su propia vida -lo cual, de hecho hace-, y acercarse, a través de la vida de alguien más, a sus propias ansiedades y deseos.
El libro, de principio a fin, es atrayente y lo es por su misma estructura: el escritor no oculta al lector el desenlace de la trágica historia de McCandless sino, por el contrario, se la entrega en las primeras páginas: el cuerpo sin vida de un joven autostopista fue encontrado por tres cazadores de alces dentro del cascarón de un viejo bus abandonado en mitad del monte McKinley. Después de varias averiguaciones entre la policía de los estados cercanos y, sobre todo, gracias a las comunicaciones enviadas por varias personas que cruzaron su camino con el de McCandless, se descubre la identidad del cuerpo encontrado.
¿Qué entonces mantiene al lector atado a las páginas de este libro? Justamente son las razones y las circunstancias que llevaron ese cuerpo a ese lugar. Krakauer en un ingenioso juego narrativo da constantes saltos hacia el pasado remoto y al inmediato para resolver este enigma.
El periplo de Alex-Chris tuvo lugar en especial en el oeste estadounidense. Su derrotero estuvo marcado por las circunstancias del momento: sin planes, sin plazos, sin consideración a los posibles obstáculos. Chris navegó por aguas abajo del río Colorado hasta el Golfo de California de la misma forma abierta, desapegada pero apasionada que arribó y permaneció en Bullhead City, una menos que ciudad donde se empleó preparando hamburguesas en un McDonald’s.
En este recorrido Alexander Supertramp -homónimo adoptado por McCandless tras abandonar su hogar- hace varios amigos: dos “vagabundos motorizados”, Jan y Bob, con quienes se desplaza por algún tiempo; Wayne Westberg con quien trabajó como parte de su grupo de trabajadores que se desplazaban según el tiempo de la cosecha; Ronald Franz, un viejo veterano de guerra quien había perdido a su esposa e hijo en un accidente automovilístico; Gaylord Stuckey, el camionero que lo llevó desde Liard River, en Canadá, hasta Faibanks, en Alaska, y Jim Gallien, electricista y última persona que lo vio con vida. Es a través de ellos que Krakauer dibuja el perfil del joven. En general, lo describen como un joven culto, inteligente, afable, radical en sus posiciones éticas frente a la vida y decidido a buscar en la naturaleza los caminos hacia su propio interior.
Para entender la vida de Chris McCandless-Alex Supertram, Krakauer hace un gran paréntesis para relatar la vida de otras personas con historias similares entre los que se destaca Gene Rosellini, antropólogo, historiador, filósofo y lingüista, quien también decidió abandonar las comodidades de la vida moderna con el fin de probar su teoría sobre la imposibilidad del ser humano de vivir sin éstas; John Mallon Waterman, uno de los más reputados alpinistas de E.U hacia 1973, y quien tenía una relación conflictiva con su padre. Ambos escogieron a Alaska como el escenario de sus retos. Ambos perecieron allá. También habla de Everett Rues –quizá el personaje más parecido a Chris- cuya afición por la vida silvestre e improvisada (el texto cita las palabras de alguien que lo definía como “un romántico inmaduro, un esteta adolescente, un nómada atávico”) lo llevó a la Garganta de Davis donde desapareció y nunca se volvió a saber de él. Krakauer cierra el paréntesis con el relato su propia experiencia cuando a la edad de 23 años decidió escalar el Pulgar del Diablo, también en Alaska. Su relato sobre cómo, a pesar de las circunstancias adversas, mantenía la firme voluntad de acometer su propósito sirve como posible reflejo de lo que Chris tal vez pensó y permite entender por qué la terquedad en lograr su objetivo.
El retrato del joven lo completa la trascripción de las citas subrayadas por Chris en los libros que encontraron junto a su cuerpo:
“Quería movimiento, no una experiencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la oportunidad de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos."
León Tolstoi, Felicidad familiar.
“Más que el amor, el dinero o la fama, deseo la verdad. Me senté a una mesa donde había manjares exquisitos y vino en abundancia, rodeado de comensales obsequiosos, pero carente de verdad y sinceridad. Me alejé de esa mesa inhóspita sintiendo todavía hambre. La hospitalidad era tan fría como el hielo.”
Henry David Thoreau. Walden o la vida en los bosques.
“La poderosa bestia primitiva se hacía fuerte en el interior de Buck, bajo las terribles condiciones de vida de la traílla del trineo, no dejaba de crecer. Pero crecía en secreto, pues su recién adquirida astucia le proporcionaba equilibrio y control de sí mismo.”
Jack London. La llamada de la selva.
El 28 de abril de 1992 Jim Gallien dejó a Chris McCandless en las inmediaciones del Parque Nacional del Denali, en un punto de la Senda de la Estampida, la ruta que tomó para internarse en el Monte McKinley. Lo que sucedió desde entonces es materia de los últimos capítulos del libro. Basado en los textos escritos en las paredes del bus donde permaneció durante los meses siguientes, las notas al margen en los libros que llevó para leer y una especie de diario escrito en las páginas blancas de una guía de campo de plantas comestibles que había comprado, Krakauer describe los últimos días.
Al parecer el 3 de julio decidió abandonar su vida de ermitaño y volver a la civilización. Desafortunadamente las circunstancias ambientales que le habían permitido ingresar, ahora le impedían salir. Era verano y el deshielo había convertido los arroyos congelados en caudalosos ríos infranqueables. Pero Chris no se aminaló ante la situación. Regresó al bus y decidió esperar. Los días siguientes decidieron su suerte.
Según Krakauer, Chris hubiera podido sobrevivir –no era el ingenuo e irresponsable joven que algunos decían- de no ser porque cometió algunos errores: primero, al parecer consumió unas semillas que le hicieron vomitar, lo cual, en el estado de debilitamiento en el que se encontraba tras dos meses de mala alimentación, lo dejó en muy mal estado; segundo, aunque Chris había escogido la Senda de la Estampida como lugar de retiro, alejado de cualquier forma de presencia humana, en realidad, el lugar se encontraba muy cerca de lugares, si no habitados, al menos sí dispuestos para recibir a caminantes y cazadores. Sin embargo, por no contar con un mapa del área, Chris ignoraba esto y no pudo dirigirse en la dirección correcta a buscar ayuda.
Sin embargo, no se pueden llamar errores a situaciones como las mencionadas porque, de un lado, a pesar de que consultaba la guía para saber qué plantas debía o no consumir, una omisión en ella no le advirtió sobre la peligrosidad de las semillas; y, segundo, llevar un mapa consigo iba en contra de lo que se proponía.
Chris McCandless murió, según los indicios, alrededor del 18 de agosto de 1992. Días antes había escrito una nota de socorro en caso de que alguien llegara al bus y no lo encontrara. Nadie arribó. Al sentir cerca la muerte, dejó otra nota: “He tenido una vida feliz y doy gracias al señor. Adiós y que Dios los bendiga”.
Bueno, a mí de vez en cuando se me pegan cosas: autores, artistas, temas, comidas, etc. Todo es susceptible de convertirse en adicción por un tiempo. Bien Robi Draco Rosa es la de ahora. Y su tema “Cruzando puertas” es el culmen de la afición a él. Como siempre, me confieso que no soy su más grande admiradora. No me sé todos sus temas, ni años de lanzamiento de sus discos. Las mías son adicciones tipo marea.
Para mí Robi era el exmenudo que tiempo después tuvo un tema exitoso (lo recuerdo por un video en que aparecía con el torso desnudo y una chica a la que intenta seducir como en una playa).
Hace un año volví a saber de él gracias a Gilmercito y a Leo Téllez. Curioso que dos hombres fueran quienes volvieran mi atención sobre él. Y curiosa la forma en que me lo presentaron: como una especie de cantante oscuro, medio subterráneo, algo como un "cantante maldito". Leo se entusiasmó mucho cuando vio uno de sus temas entre mi colección de música digital y me dijo, creo, que era como para escucharlo mientras uno se abría las venas. Algo así.
Y bueno, tras esa apariencia medio pop de algunos de sus temas sí se adivina algo oscuro, desgarrado, conectado con lo más visceral de la tierra. Qué sé yo.
Cruzando Puertas
Voy cruzando puertas tras de ti,
amor, porque quiero yo así.
Porque sé que nos buscamos.
Voy pisando pasos que ya di.
¿Dónde estás?
Te busco.
Solo encuentro un lugar de piedra y silencio.
Voy cruzando puertas tras de ti,
voy cruzando puertas tras de ti.
La oscuridad invita a la experiencia.
Amiga y enemiga,
es un animal
que alimentarás hasta el fin.
Te busco,
sólo encuentro un lugar
de piedra y silencio.
Tu cuerpo
acecha tras la sombra,
tu cuerpo,
laberinto eterno,
encubre peligro y misterio.
La canción entera me gusta, pero esa estrofa sobre la experiencia, no sé, pareciera que escondiera algo, como si ocultara un conocimiento reservado solo para algunos. Y la guitarra que viene a continuación mezclada como con una media composición sinfónica... ufff. Me gusta mucho.
Desde el lunes me vengo aguantando las ganas de escribir sobre este libro porque aún no lo termino. Me faltan 40 páginas de las que pretendo salir hoy. Quizá como una forma de exorcizar mis deseos de viajar, ahora ando dedicada a la lectura de libros de viajes. Antes de este fue A China en bicicleta, el testimonio de Gabriel Pernau de su viaje de Estambul a Shangai en bicicleta, pasando por algunas de las repúblicas ex-soviéticas. Ahora este de Jon Krakauer. Y me ha gustado tanto porque de alguna forma es leer sobre un sueño que creo no es solo mío: lanzarse a la carretera y llegar hasta donde las circunstancias lo lleven a uno. Luego vienen los peros porque siempre, los que no lo hemos hecho, buscamos mil y una razones para no decidirnos. En 1990 Chris McCandless (hasta significativo el apellido) lo hizo y le costó la vida. Aún así, saber que alguien fue capaz de hacerlo es una forma de apaciguar estas ganas de dejarlo todo atrás para aventurarse en lo desconocido sin temer a las consecuencias.
Tras errar (qué significados más contradictorios los de esta palabra) por el oeste estadounidense durante dos años, Chris McCandless o mejor Alexaner Supertramp decidió internarse en el Monte McKinley en Alaska para vivir allí en soledad y proveerse solo de lo que la naturaleza le pudiera ofrecer. Algunos lo califican de arrogante, ignorante y porfiado. Otros ven en él alguien que decidió renunciar a la sociedad actual para iniciar una búsqueda (¿de sí mismo? ¿de las capacidades humanas? ¿del eslabón perdido entre el hombre y la naturaleza?) y por tanto, digno de admiración.
Su aventura inicia el 28 de abril de 1992. El 6 de septiembre, tres cazadores de alces encontraron su cuerpo en descomposición en el interior de la chatarra de un bus que había sido llevado allí en los años 60 para que sirviera de refugio a los obreros de una carretera que nunca llegó a finalizarse.
Espero escribir más, algo en serio ya del libro. Por ahora baste estas frases de una carta de Chris-Alex a su amigo Ronald Franz:
El núcleo esencial del alma humana es la pasión por la aventura... No eches raíces, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada, renueva cada día tus expectativas... Te equivocas si piensas que la dicha procede solo o en su mayor parte de las relaciones humanas... Solo tenemos que ser valientes, rebelarnos contra nuestro estilo de vida habitual y empezar a vivir al margen de las convenciones.
Del 31 de diciembre al 2 de enero estuve en Sandoná, Nariño. La tierra de Liliana. Sandoná, en realidad, es una catedral con pueblo. Es asombroso encontrar semejante iglesia en una población del tamaño de Sandoná. Me gustaría poder escribir más sobre ella (de la iglesia), pero al menos en internet no encontré más información.
Del aeropuerto Antonio Nariño, en Chachagüí, son de 30 a 45 minutos a Pasto y de Pasto es una hora hasta Sandoná, la mayor parte por carretera pavimentada pero los últimos 12 kilómetros son destapados. Dieguito y Lilianita nos recibieron en el centro comercial Valle de Atriz, en Pasto, y luego salimos para Sandoná.
La familia de Liliana es una queridura. Realmente me siento cómoda cuando estoy con ellos (ellas y él). Es fácil quererlos. Yo que no soy muy dada a andar repartiendo o recibiendo besos y abrazos, me sale fácil saludar a las niñas y a Conchita así. Con don Alfonso, es distinto, claro. Muy querido él también, pero no me atrevo a saludarlo de esa forma.
Lo único que no me gustó de Sandoná fueron los borrachitos. Y bueno, eso allá y en cualquier lugar del mundo. Bueno, tampoco me podía esperar otra cosa en Año Nuevo. Es deprimente ver a la gente totalmente perdida en el alcohol. Me parece humillante, degradante. El primero de enero, cuando fuimos al mercado con mis padres y Conchita, había un hombre, a las once de la mañana, en mitad de la acera, sentado, abierto de piernas, con la cabeza escurrida hacia delante. En un momento la levantó y sus ojos se veían totalmente perdidos. No sé cómo se someten a eso. No sé cómo se dejan llevar a eso.
A cambio la tradición con los “años viejos” me gustó mucho. Y yo que pensaba que en el Huila era una tradición fuerte. ¡Qué va! Jamás había visto tantos “años viejos” juntos. Cada familia, niños, jóvenes y adultos, recogiendo plata para armar su año-viejo y llenarlo de pólvora para hacerlo estallar a media noche. En Pasto, en varias esquinas había vendedores informales ofreciendo máscaras para el año-viejo. Rostros de jóvenes, de adultos, e incluso de mujeres. Don Alfonso hizo dos espectaculares. Las máscaras me gustaron mucho. Me ofreció quedarme con una y a mí, que me dio pena, la rehusé. Ahora me arrepiento. Hubiera sido un recuerdo invaluable. Boba yo. Al menos quedaron fotos. A media noche, la calle parecía, hacia cada dirección, como un rosario de hogueras todas estallando e iluminando la noche. Qué furor el de la gente.
Antonio, el tío de Liliana, nos llevó a pasear “alrededor” de Sandoná el sábado en la tarde. Fuimos a Consacá –donde compramos unas esculturas en madera- y al lugar donde se llevó a cabo la batalla de Bomboná. Nariño es conocido porque estuvo de parte de España en tiempos de Bolívar. Así que las versiones sobre esta batalla son contradictorias depende de quién la cuente. Solo parece haber coincidencias en lo sangrienta que fue. De resto, según la historia oficial: el ejército bolivariano ganó. Si es alguien de Nariño, hubo empate o incluso se llega a decir que los realistas ganaron. Ve tú a saber cuál es la verdad. Ni siquiera las palabras con que Basilio García devolvió a Bolívar las banderas de los batallones Bogotá y Vargas parecen dilucidar bien quién ganó: "Remito a vuecelencia las banderas de los batallones Vargas i Bogotá. Yo no quiero conservar un trofeo que empañe la gloria de dos batallones, de los cuales se puede decir, que si fué fácil destruirlos, ha sido imposible vencerlos".
Probé quimbolos (embuelticos con sabor a mantecada) y tamales de masa de maíz dulce. La gente en el mercado no es muy cordial –les falta un par de cursitos de atención al cliente, jeje-, y a cambio de lanzar madrazos –como hacemos aquí- cuando se les atravesaba mal un carro, le echaban chistes o los saludaban. Me encanta eso de viajar. Poder confrontar lo que uno es, sus costumbres y forma de llevar la vida con la de otras personas. Recordar que hay mucho mundo más allá de la burbujita en la que vivo.
Lástima no haber tenido más tiempo para conocer. De regreso, el 2, en Pasto fuimos a un desfile de colonias, donde los diferentes municipios resaltaban lo principal de su población. Y la verdad, contrario a la imagen que al menos yo tenía, Nariño es en buena parte de su territorio de clima templado y no frío. Fue una oportunidad buena y resumida de conocer el departamento.
Quería concluir con el texto de la canción “Sandoná” de Jorge “El Pote” Mideros (btw, esposo de una tía abuela de Liliana), pero no lo encontré en internet así que ni modos.
Ven, ven a volar
Vamos a volar
Cuando vuelas cualquier cosa
Puede ocurrir a tu alrededor
A volar, vamos a volar
La aventura ha comenzado
No se sabe que va a pasar.
Decía una canción del quinceañero grupo Menudo. Y sí, volar es espectacular. Más allá del hecho de que es el medio de transporte más rápido que existe, eso, volar, a mí no me deja de asombrar. Romper la ley de la gravedad, remontarse por los aires, más arriba de las nubes, es increíble. No sé si al tener la oportunidad de volar con frecuencia dejaría de asombrarme, pero aún, tras los viajes que he hecho, no me deja de asombrar, maravillar, encantar.
La sensación cuando el avión toma velocidad y el puente de aterrizaje se desprende de la pista, mientras todo lo que nos es familiar se convierte en una maqueta de arquitectura y se hunde bajo un piso de nubes es algo que me emociona, realmente. Es una maravilla. Para mí, el mayor y mejor invento de la humanidad. Si tuviera cabeza de inventora ese e internet serían las dos cosas que me hubiera gustado descubrir, desarrollar.
No es de sorprenderse de que si existe algún dios o dioses y se encuentran en las alturas, puedan ver nuestras tragedias humanas como hojas arrastradas por el viento. Nada más. Tragedias como la de Asia se verán ante sus ojos -si existen- como vasos de agua derramados en un hormiguero. Nada más. Apenas un movimiento aquí, quizá un cambio allá. Pero nuestras lágrimas jamás llegarán a él o ellos.
Para ellos, las nubes están más cerca. Esas montañas tapizadas de todos los colores que puede tener el verde del valle del Magdalena jamás rebelarán las masacres que ocurren allí abajo, el desencanto por la cosecha perdida, el corazón roto por un desamor, las ilusiones desvanecidas. Ni las dichas. Ni los agradecimientos se levantan tan alto. Ni los abrazos, ni los buenos deseos. Esta maqueta gigantesca solo deja ver quebradas llamadas ríos, grietas llamadas cañones, elevaciones llamadas picos, simas llamadas depresiones. Ah, pero deja ver un nevado del Huila imponente, blanco resplandeciente e indiferente también. Allí arriba, en avión, podemos jugar a tener la visión de los dioses y entender por qué nos tienen olvidados.
El domingo 26, al llegar de Pitalito, me encontré con la noticia del terremoto y posterior maremoto que azotó las costas de al menos ocho países del sureste asiático. De no creer. Mientras descubría la noticia y me iba informando de lo que había sucedido (en ese momento se sabía de “solo” 30.000 muertos), me parecía que me estaban contando una película gringa. Ellos que son tan aficionados a llevar a la pantalla gigante historias de grandes catástrofes.
Como siempre, la realidad supera la fantasía. Hoy se dice que son 130.000 las víctimas y cerca de cinco millones los damnificados. Las historias de los supervivientes son increíbles. La madre que tuvo que soltar a uno de sus hijos para evitar que perecieran los tres. Por fortuna el niño se salvó. La de la familia colombiana cuya bebé de 18 años fue arrebatada de los brazos del padre por una ola. La del niño sobreviviente de una familia de 30 personas quien la circunstancias llevaron a “conformar” una nueva familia junto a dos hermanas únicas sobrevivientes, también, de una otra familia extinta.
Las escenas en televisión de reporteros caminando por las calles de Indonesia, mientras a la orilla del camino se adivinan cuerpos aún sin recoger; y la de la máquina excavadora empujando decenas de cuerpos a una fosa común son de no creer.
Hoy decían en la W (sí, la estoy escuchando, algo que jamás pensé llegar a hacer) que, sin embargo, el turismo hacia esa región sigue llegando. Según los recién llegados, con cerveza en mano y en traje de baño, es su forma de contribuir a que la economía de estos países, basada en buena parte en el turismo, se sostenga. Suena buen argumento. No deja, de todos modos, de causar cierto escozor pensar que al lado de la tragedia haya quien pueda “descansar”.